Por Altagracia Salazar
Una hora antes de que nos asaltaran a punta de cuchillo, le explicaba a mi hijo como la pobreza urbana se convierte en una fuente de delincuencia. Eran las 8:00 p.m. cuando llegábamos de visita a casa de mi hermana en la avenida Cayetano Germosén a sólo 400 metros del destacamento policial de la zona.
Transitábamos por la citada avenida y los accesos a los bolsillos de miseria en el kilómetro 8 y medio de la carretera Sánchez expresaban la confusión, la lucha por la supervivencia y la falta de oportunidades de los condenados a vivir en el barrio.
En la acera a uno y otro lado de la calle convivían al mismo tiempo mujeres lavando, mecánicos trabajando, parroquianos en un colmadón, niños jugando y adolescentes sin esperanzas, probablemente uno de ellos habría de poner el cuchillo en el pecho de mi hijo tan solo unos minutos más tarde.
Creo que el asalto duró dos minutos. A las 9 de la noche cuando abordamos el vehículo en plena Cayetano Germosén no pudimos cerrar la puerta. Dos hombres por la puerta del pasajero uno por la mía nos gritaban no sé qué cosas. No recuerdo qué dijeron, solo recuerdo ver el cuchillo junto al costado derecho de mi hijo. Tampoco recuerdo qué sentí.
Dicen los especialistas que el cerebro puede convertir nuestras ansiedades y temores en imágenes y por eso temo describir el momento.
Creo que mantuvimos la sangre fría.
Ninguno se desesperó y la alarma del vehículo llamó la atención de los vecinos y sirvió para ahuyentar a los pillos. Perdí mi cartera con todo lo que tenía adentro y quien me conoce sabe que no había mucho dinero.
Yo, la periodista, viví en carne propia lo que había escuchado miles de veces de bocas de ciudadanos indefensos.
Durante dos minutos no fui periodista, si de algo estoy segura es de que en ese tiempo solo fui la madre de mi hijo. Me declaro ciudadana indefensa, eso es lo que somos los dominicanos y dominicanas.
Somos víctimas, de los asaltantes, de la corrupción, de la ineficiencia y… de la Policía. ¡Ah!, la Policía, a ese lugar había que ir a depositar una querella. Me dijeron que era obligatorio para iniciar los trámites de recuperación de mis documentos.
Un cabo y un raso de uniforme me recibieron, dos sin uniformes ni me miraron, aunque hicieron notar que pertenecían a la institución.
El cabo tomó mi denuncia en una cuartilla suelta. Cuando le pedí el número de teléfono cortó el papel por la mitad y lo anotó. Supongo que mi querella no existe.
Esa es la moderna tecnología de la Policía, descubrí su eficiencia cinco minutos después. Los policías que faltaron en la calle José Contreras estaban en la Luperón.
Salí del destacamento y un kilometro después encontré a siete policías que me ordenaron pararme y me pidieron mis documentos.
Cuando les dije que no tenía porque unos minutos antes me habían asaltado solo me dijeron “señora, usted tiene problemas”.